Por Bert Hellinger
¿Podemos despedirnos de Dios? ¿Tenemos permiso para hacerlo? ¿Qué quedaría entonces de nosotros? ¡Cuántas generaciones le rezaron con fervor! ¡Cuántas le han temido! ¡Cuántas le han entregado su vida! ¡Cuántos quisieron reconciliarlo y ser misericordiosos! ¡Cuántas canciones fervorosas le fueron cantadas y que aún hoy nos siguen conmoviendo! ¡Cuántas majestuosas catedrales le fueron construidas para dentro de ellas congregarse y alabarlo!
Si nos despedimos de él ¿a dónde iremos a parar? ¿A cuál soledad? ¿A cuál vacío?
A pesar de todo, se trata de una despedida de imágenes que son humanas, solamente humanas. Se trata de la despedida de sentimientos que se retrotraen a nuestra infancia. Pero inclusive esos elevados sentimientos que despiertan en nosotros imágenes y que nos elevan y conducen a una entrega y un recogimiento -en los que en esas imágenes nos perdemos- son miedos infantiles, inocentes deseos infantiles. Ellos nos hacen ser pequeños y continuar pequeños, entregados, miedosos, abandonados, amenazados. Son sentimientos de miedo y conmoción.
¿Cómo y cuándo experimentamos con mayor profundidad estos sentimientos que de forma indescriptible nos amedrentan? Cuando nos imaginamos que nos despedimos de esas imágenes de Dios, que nos despedimos para siempre. ¿Qué queda entonces de nosotros? Aunque le temamos a ese Dios, lo tenemos.
Sin él ¿dónde nos perderemos? Sin él ¿de cuántas personas nos perdemos. Sin él solamente dependemos de nosotros mismos, ¿estamos solos y vacíos?
Nos enfrentamos al misterio en nosotros que en cada instante nos mantiene vivos, allí donde estamos. Que permanece atento a nosotros, porque nos quiere como somos: sin un juicio que lo guíe, como si en nosotros algo pudiese estar separado de él y alejarse.
Experimentamos ese misterio como una fuerza creadora en nosotros, en todo lo que nos permite ser, y nos sentimos directamente movidos por ella, sentimos cómo nos movemos sin un afuera, dentro de nosotros mismos, y sentimos esa fuerza que en todo momento nos arrastra a algo eternamente y constantemente nuevo: así será.
¿Cuándo esa fuerza nos arrastra en ese movimiento admite imágenes que nos enseñan a temer? ¿No es ella en todo momento el punto más alto del amor que podemos experimentar? ¿No es la entrega a ella la verdadera, la más profunda experiencia de vida?
Si, también eso que aquí he tratado de describir y dar a entender es una imagen, una imagen humana.
¿Qué queda entonces para nosotros de lo que podamos sujetarnos? Nada. Sólo la pura noche y el vacío.
Ella está allí y no está. Ella nos atrae sin que podamos alcanzarla. En ella nos levantamos de entre los muertos, nos levantamos infinitamente, vacíos, puros hasta el fin, sin nombre, sin movimiento, infinitamente silenciosos, devotamente silenciosos, luz de luz, resplandeciente, transparente. Apariencia de su apariencia, eco creativo, ilimitadamente pura, infinitamente una.